Los mitos colman nuestros corazones. Somos seres narrativos, necesitamos relatos que expliquen el mundo, que respondan a las preguntas que nos hacemos sobre él, no importa cuán extraordinarios o sobrenaturales sean. Así ha sucedido desde tiempos remotos. En los últimos siglos, la ciencia ha comenzado a arrojar luz sobre muchos de estos mitos y, como era de esperar, ha entrado en conflicto con esos relatos fantásticos. La explicación científica, racional, no incluye —no es su cometido— los componentes emocionales requeridos por el tirano de nuestro corazón. Como consecuencia, las posiciones científicas —a menudo incompletas, el progreso en ciencia es lento; además, por cada respuesta que se obtiene se generan diez preguntas nuevas— resultan insuficientes para algunas personas, que prefieren envolverse en un cálido abrigo de mitos antes de mirar a los ojos la fría realidad.

El planeta Marte es un ejemplo bien interesante de la evolución de un mito. En la antigüedad, los astrónomos mesopotámicos, impresionados por su color rojo, asociaron a Marte con Nerval, el dios de la guerra y la pestilencia. Los griegos y romanos mantuvieron la tradición guerrera de los dioses asociados a este planeta (el Ares griego, el Marte romano). Y en muchas obras clásicas, se habla de milicias y de «ver el rostro de Marte» como una forma poética para mencionar la batalla. 

A finales del siglo XIX, H. G. Wells dio una vuelta de tuerca al mito: la guerra ya no era exclusivamente entre humanos, sino que los marcianos invadían la Tierra y causaban todo tipo de destrozos con su rayo abrasador, para terminar vencidos por los humildes microorganismos terrestres. Pero unos años antes, la ciencia había comenzado a arrojar luz sobre este planeta. Y el mito evolucionó: se descubrieron unos «canales» que, bajo la interpretación de ser construcciones artificiales, alimentaron la fantasía sobre la existencia de una raza marciana. Esto excitó las mentes más que cualquier otro descubrimiento. Orson Welles, cuando llevó a cabo la emisión radiofónica del libro de Wells, causó un pánico generalizado en miles de personas que creyeron en la terrorífica invasión marciana. Hoy, desechada la interpretación artificial de los «canales» y con las fotos enviadas por las sondas espaciales, Marte aparece como un desierto de color rojizo debido a los óxidos de hierro muy abundantes en la superficie y con hielo en los casquetes polares. Es una muestra de hacia dónde se encamina la Tierra si no paramos el cambio climático. 

Una década después de la emisión de Welles, un joven desconocido llamado Ray Bradbury comenzaba a publicar sus relatos. Después de un primer libro de historias macabras, se concentró en el planeta rojo. ¿Por qué Marte? No hay una razón clara; por aquellos años, ese planeta era del gusto de los editores (quizá fuese la influencia de la obra de Wells, o los efectos de su emisión radiofónica). Lo cierto es que Bradbury empezó a redactar cuentos ambientados en Marte para revistas pulp como Planet Stories o Thrilling Wonder. A la vista de los primeros relatos, un avispado editor le sugirió: «¿Por qué no escribes más historias sobre Marte? Podrías hacer un libro». Bradbury se zambulló por completo en el tema y así nació Crónicas marcianas, un libro publicado en 1950, donde añadió otra visión al mito: los terrícolas invadían Marte y llevaban la violencia y la destrucción a la sociedad marciana, formada por seres cultivados y pacíficos, capaces de no devolver ojo por ojo. Esa obra comenzó a cosechar un éxito lento y sostenido, que le aseguró al autor primero ventas, después traducciones, y por último fama y reconocimiento.

En 1955, en Buenos Aires, vio la luz la primera traducción al español de este libro, que fue beneficiado por un prólogo de Jorge Luis Borges. Este autor, que en aquel tiempo aún no gozaba de fama mundial, accedió a introducir la obra del joven escritor estadounidense. El prólogo, felizmente contaminado por la proverbial erudición de Borges, muestra que la ciencia ficción no está circunscrita a años más o menos recientes, sino que obras muy antiguas pueden perfectamente pertenecer a ese género. Estos dos escritores, que habían revolucionado las formas de narrar del siglo XX —Borges transformando tanto la manera de escribir como la forma de leer; Bradbury innovando la ciencia ficción con su visión humanista y sus formas poéticas— no se habían conocido personalmente.

Por fin se cruzaron prologuista y prologado. Fue en El Escorial, en un curso de verano de la Universidad Complutense sobre Literaturas fantásticas. Sucedió en julio de 1991; Borges había muerto unos años antes y, claro, no asistió. Estuvo representado por María Kodama, la directora del curso, en donde sus ideas estuvieron muy presentes. Bradbury viajó desde Los Ángeles, y soportó la lluvia de elogios sobre los libros de ciencia ficción que había escrito hacía unos cuarenta años (Crónicas marcianas y Fahrenheit 451). Aunque este hombre de Illinois no gustaba de cualquier obra del género: aborrecía la película 2001, una odisea espacial —por inhumana e insensible—, mientras que adoraba Encuentros en la tercera fase. Y, en ocasiones, expresaba unas opiniones reaccionarias que dejaban boquiabierto a su público.

¿Encajan bien esas Crónicas, escritas tras la Segunda Guerra Mundial, con los últimos descubrimientos sobre el planeta rojo? No, combinan mal. Bradbury sabía que había escrito desde y para el mito y se reafirmaba orgullosamente en ello. Así lo proclamaba en una introducción suya a Crónicas, de 1997; copio sus palabras:

«…incluso los físicos de culo duro de[l Instituto] CalTech aceptan respirar la atmósfera compuesta por oxígeno fraudulento que he liberado en Marte… Y porque escribí mitos, quizá mi Marte disfrute de unos pocos años más de vida inverosímil…»

¿Se pueden conciliar ambos panoramas? Creo que sí, porque pertenecen a ámbitos distintos. Hay que saber distinguir. Igual que un enamorado hace poemas a los ojos de la amada sin cuestionar su torrente de oxitocina, la visión poética de un planeta no tiene que enfrentarse necesariamente a los datos de sondas espaciales. Mejor no contraponer sino aunar.

Pedro Meseguer González / Investigador del IIIA-CSIC

Instituto de Análisis Económico (IAE)

Marte y los escritores Jorge Luis Borges y Ray Bradbury. / Alexander Antropov (imagen de Marte), WikiImages (imagen de la nebulosa del Águila).