Estos días el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB) acoge tapetes microbianos, hongos y líquenes entre sus paredes. Sí, lo hemos dicho bien, el CCCB, y no un museo de ciencias naturales. ¿Qué hacen esos seres tan discretos y poco habladores en un centro de exposiciones y debates? Forman parte de la exposición «Ciencia fricción. Vida entre especies compañeras», que nos incita a vernos reflejados en las formas de vida no humanas con las que compartimos el planeta y a buscar nuevas maneras de convivir con ellas. Solo por eso ya merece la pena ir a verla.

Inspirada en el pensamiento de Lynn Margulis y de Donna Haraway, la exposición sigue la idea argumental de que toda la vida en la Tierra es interdependiente y sitúa así el pensamiento biológico en el centro de la cultura contemporánea. La podéis visitar hasta el 28 de noviembre de 2021.

Los organizadores explican que la propuesta parte de la evidencia científica de que todas las especies terrestres mantenemos relaciones simbióticas e interdependientes; y que configuramos una red de colaboraciones, mutaciones e intercambios en la que convivimos. De este plural «convivimos», se deriva que la especie humana no está en la cima de ninguna escala de la vida, ni árbol evolutivo. Tal como dice la comisaria Maria Ptqk: «Si, como sostienen Haraway y Margulis, toda la Tierra está viva, es hora de abandonar el mito de la supremacía y retomar el contacto con nuestras numerosas compañeras terrestres».

La exposición plantea que la convivencia entre especies es posible y lo hace a través de una selección de obras artísticas y de piezas de divulgación científica: unas columnas de Winogradsky comparten el espacio expositivo con hipotéticas formas de vida marina surgidas del plástico; una instalación reproduce la voz imaginaria de un hongo universal y pensante; se recuperan antiguos experimentos llevados a cabo para verificar la facultad «telepática» de las plantas, así como se exponen muestras de líquenes y micorrizas, como ejemplos paradigmáticos de simbiosis biológica, que dialogan con la performance de un artista-activista que se implanta un microchip clorofílico en el propio cuerpo para intentar transgredir físicamente la separación entre los distintos reinos de los seres vivos. Todas estas propuestas manifiestan el deseo de acercarse a otras formas de comunicarse con otros seres vivos. E incluso, encontramos un trocito de «museo de historia bovina» que cuestiona las relaciones de sumisión establecidas por los humanos durante siglos de convivencia.

A través del concepto de simbiosis, la exposición nos muestra otras formas de pensar, de sentir y de comunicarse en la Tierra, diferentes a la humana, lo cual es estimulante. A su vez, se nos plantean ciertos interrogantes. El primero es: ¿por qué ahora? Es decir, ¿cómo es que entrado el siglo XXI toma fuerza el pensamiento de Margulis y de Haraway, teniendo en cuenta que una parte de sus respectivas obras se remonta a la década de 1980?

Cabe recordar que Margulis contribuyó con evidencias a la teoría endosimbiótica sobre el origen de las células eucariotas en 1967, teoría que fue ampliamente aceptada en los años 80. Con el concepto de colaboración simbiótica, Margulis introdujo la cooperación como fuerza evolutiva, un aspecto al que se rinde homenaje en la conmemoración del décimo aniversario de su muerte. Margulis también colaboró en el desarrollo y difusión de la hipótesis Gaia de James Lovelock, que entiende el planeta Tierra como un superorganismo vivo, capaz de autorregularse gracias a los procesos biogeoquímicos. Por otro lado, el Manifiesto ciborg de Haraway data de 1985 y Visiones de primate, del 89. En su obra, la filósofa y bióloga ha hecho un llamamiento constante a repensar las relaciones humano-animal y humano-máquina. Además, artistas, ecologistas, una parte de la comunidad científica y otros actores hace décadas que hablan de otros modelos de convivencia con el resto de especies. Así pues, ¿por qué, ahora, toma sentido una exposición como ésta en el seno de la cultura contemporánea?

Probablemente, las crisis ecológica y climática hayan propiciado una urgente necesidad de abordar estas cuestiones desde perspectivas multi-inter-trans-disciplinarias, cosa que no únicamente se manifiesta en esta propuesta expositiva. En las librerías hay nuevas secciones green llenas de novedades para repensar ecológicamente cualquier ámbito (filosofía, urbanismo, diseño, historia etc.), y hace tan solo una década habría sido impensable. Seguramente se haya producido la brecha que ha permitido que emerja una corriente de pensamiento que hacía tiempo que circulaba por los márgenes y que ahora  ha conseguido situarse en el centro, con lo que eso implica. Como ha pasado con el feminismo. Sea como sea, bacterias, amebas, algas, musgos, escarabajos: bienvenidos al mainstream.

No casualmente el libro que compramos justo al salir de la exposición es Maneras de estar vivo. La crisis ecológica global y las políticas de lo salvaje de Baptiste Morizot (Errata naturae, 2021). Este filósofo sostiene que la crisis ecológica es, de hecho, una crisis de sensibilidad hacia las otras formas de vida, que se plasma nítidamente en la manera en que concebimos a los animales, convertidos a menudo en una figura infantil o un objeto de compasión moral. Morizot insta a considerarlos como objetos de interés adulto (esto es, a tomarlos en serio) y, a través de la animalidad compartida, empezar a establecer vínculos con los distintos tipos de vida existentes en el planeta. Este aspecto nos lleva a la siguiente cuestión que nos plantea la exposición.

Muchas de las intervenciones artísticas que dan voz a las «especies compañeras» tienen que recurrir a atributos típicamente humanos -lenguaje, ofrendas, cronologías-. Diríamos que quieren incitarnos a recuperar esa pérdida de sensibilidad hacia esas otras formas de estar vivo y comunicarse. Pero, de algún modo, también evidencian la paradoja de que no puede haber biocentrismo, que pueda desplazar al antropocentrismo, sin humanos. No tendría sentido, ¡a no ser que deseemos nuestra propia extinción como especie!

Aunque, por otro lado, cuando en este giro biocéntrico hablamos de nosotros como «especie humana», y no como «personas» o «sociedades», corremos el riesgo de enmascarar el hecho de que no todas las culturas, pasadas y presentes, han contribuido de igual modo al deterioro del planeta y a la pérdida de biodiversidad. El último audiovisual de la exposición nos lo recuerda: hay culturas que no han disociado la naturaleza del hecho humano y han mantenido con ésta relaciones mucho más armoniosas que la nuestra. Aun así, se ven afectadas por la crisis ecológica.

Así pues, la dificultad para convivir con el resto de seres vivos del planeta, seguramente no la tenga la especie humana, propiamente dicha, sino la cultura occidental dominante y el modelo extractivista capitalista que concibe la naturaleza como algo inerte y a libre disposición; y que también han tenido notables problemas para conciliar la vida con otras formas de ser humano en el mundo.

Esperamos que la podáis visitar y que también os suscite algunos interrogantes.

Laura Valls / Divulgación CSIC en Cataluña

Instituto de Análisis Económico (IAE)

Imagen parte de la instalación y vídeo Egstrogen Farms (2015) de Mary Maggic.