El latín, que fue una vez la lengua común del discurso intelectual europeo, ha pervivido con tozudez, por lo general en forma de breves chispas, en la literatura de ficción. En el género de la ciencia ficción no ofrece el único ejemplo, pero sí quizás el más elocuente, el maestro polaco Stanisław Lem (1921-2006).

Que la relación entre latín y ciencia suene hoy como algo paradójico se debe solo a una ceguera compartimental muy reciente. Basta pensar en el De revolutionibus de Copérnico, el Mysterium cosmographicum de Kepler, el Sidereus nuncius de Galileo o los Principia de Newton. Precisamente Kepler, en lo que hoy llamaríamos un «artículo-reseña» del Nuncius de Galileo, se permite un amago de ficción científica: «No faltarán colonos [para la Luna y Júpiter] de nuestra propia especie en cuanto alguien enseñe el arte de volar. […] Da naves o velas aptas para las auras celestes y habrá quienes no le tengan miedo ni siquiera a esa inmensidad» (Dissertatio cum Sidereo Nuncio, Praga, 1610, p. 26).

Navigare necesse est («es necesario navegar»): así titula Lem uno de los capítulos de sus Astronautas (1951), la novela que lo lanzó a la fama. La cita, que Plutarco atribuyó a Pompeyo el Grande ante una tempestad, esconde tal vez esa característica ironía que despliega ampliamente el autor en sus obras posteriores, pues la frase original continúa: vivere non est necesse («vivir no es necesario»). Evoca, sí, el innato arrojo marinero al que se refería Kepler, pero al mismo tiempo pone de manifiesto el lado insensato de ese anhelo por avanzar en el conocimiento desentendiéndose de la propia vida, un anhelo comúnmente asociado a la ciencia y los académicos.

El mundo académico es también objeto frecuente de la parodia del autor de Congreso de futurología (1973). Las páginas que se dedican en Solaris (1961) a describir la vasta, laboriosa y estéril disciplina científica de la solarística, así como las prácticas de sus cultivadores, o el rimbombante prólogo del profesor Tarantoga a los Diarios de las estrellas (1957), nos ponen a los investigadores ante un espejo no demasiado deformante capaz de causarnos risa y sonrojo al mismo tiempo.

A menudo es este contexto satírico el que propicia el empleo de locuciones latinas. Así, un extraterrestre le hace ver al astronauta Ijon Tichy la pretenciosidad de nuestra especie:

«Algunos de los Hocimonstros crean sus propias seudoculturas: aquí hay que situar especies tales como el Anophilus belligerans, Traserófilo agresivo que se da a sí mismo el nombre de Genius pulcherrimus mundanus [«hermosísimo genio del mundo»], o como aquel extraño, calvo en todo el cuerpo, ejemplar descubierto por Grammplus en el rincón más oscuro de nuestra galaxia, Monstratum furiosum (Ignomen Furibundeo), que escogió para sí mismo el nombre de Homo sapiens» (Diarios de las estrellas, trad. Jadwiga Maurizio, Edhasa, 1988).

La inventiva verbal basada en la taxonomía de Linneo le sirve en muchas ocasiones a Lem para canalizar esa sátira de lo humano: en los mismos Diarios se habla de una peculiar patata alienígena, la «Amargura Loca (Gentiana mentecapta)», que «durante su desarrollo empieza a experimentar sensaciones de angustia; ella misma se saca las raíces y huye al bosque, donde se entrega a reflexiones solitarias. Muy a menudo llega a la conclusión de que no vale la pena vivir y comete suicidio al captar la amargura de la existencia» (trad. Agnieszka Kawecka, La insignia, 2001).

La «nostalgia del latín» de la que hablaba Borges se traduce en Lem en una creativa incorporación de expresiones latinas en su propio discurso, ya sea ficticio o ensayístico –de hecho, el estilo de Borges es objeto de un ensayo de Lem, que lo caracteriza como una unitas oppositorum («unidad de opuestos»)–. Del mismo modo, el polaco reformula o amplía citas clásicas: ceterum censeo humanitatem preservandam esse («por lo demás, opino que la humanidad debe ser conservada», Paz en la tierra [1987], en vez de «… que Cartago debe ser destruida», como decía Catón), o la firme decisión de un personaje de los Diarios: «por encima de todo, digo: non agam; no tan solo non serviam, sino también «no actuaré»». Non serviam («no seré esclavo») lo gritó un joven prisionero de guerra del que habla Séneca (Cartas a Lucilio, 77, 14). También se encuentran invenciones directas, como la placa que un personaje de Paz en la tierra querría ver en todos los restaurantes en recuerdo de los gastrónomos del pasado: Mortui sunt ut nos bene edamus, «murieron para que nosotros comiésemos bien».

Con frecuencia el latín de Lem tiene raíces eclesiásticas, algo que no sorprende tratándose del autor de una Summa technologiae (1964), en clara alusión a la Summa theologiae de Tomás de Aquino. Nada menos que Dios, o un trasunto electrónico de Dios, aparece en la Ciberíada (1965) hablando en un latín con ecos bíblicos y escolásticos: «Una brisa cálida y ligera […] pronunció estas palabras: Ego sum Ens Omnipotens, Omnisapiens, in Spiritu Intellectronico navigans, luce cybernetica in saecula saeculorum litteris opera omnia cognoscens, et caetera, et caetera». El narrador apunta seguidamente que «toda la conversación tuvo que desarrollarse en latín, pero para mayor comodidad se la trasladaré, señor, como pueda, a un idioma más corriente» (trad. Jadwiga Maurizio, Alianza, 1988).

Efectivamente, el latín aparece usado, más que como instrumento de comunicación, como signo –nos viene a la memoria el sugerente título de Françoise Waquet, Le latin ou l’empire d’un signe–: es el signo de la cultura europea, que en el mundo posthumano de Lem diríamos que vale por el símbolo del saber humano, todo lo insuficiente, desencaminado o superado que pueda parecer. En las hermosas páginas finales de Solaris leemos: «La eterna fe de los enamorados y de los poetas en el poder de un amor más fuerte que la muerte, aquel finis vitae sed non amoris que nos habían inculcado durante siglos, es mentira. Pero dicha mentira es solo inútil, no ridícula» (trad. adaptada de Joanna Orzechowska, Impedimenta, 2011). A fin de cuentas, es probablemente allí –en la poesía y en el amor, más que en la ciencia (¿o podría ser ambas cosas la ciencia?)– donde hemos de buscar nuestro particular ultimum refugium.

Pablo Toribio Pérez (ILC, CCHS-CSIC)

Instituto de Análisis Económico (IAE)

Elektrybałt, el poeta electrónico inventado por Trurl de la Ciberíada de Stanisław Lem. / Lkobi84 (licencia Creative Commons – CC BY-SA 4.0).