En el pasado, los elementos mágicos tuvieron una presencia nada desdeñable en la vida de las personas. Encantamientos, conjuros, hechizos o maleficios eran componentes sobrenaturales comunes a los que recurrir cuando se trataba de explicar un suceso que superaba el conocimiento disponible. Esta singular presencia quedó bien reflejada en libros tan clásicos como Las mil y una noches, El Quijote o Los viajes de Gulliver. En épocas más cercanas tomaron el relevo las narraciones fantásticas de Poe, Stevenson o Borges, hasta llegar al siglo XXI, en el que la evolución del género ha desembocado de manera natural en la ciencia ficción de Ted Chiang.

«Cualquier tecnología suficientemente avanzada es indistinguible de la magia» afirmaba el escritor Arthur C. Clarke. No hay que insistir en este punto si se ha interaccionado con ChatGPT: es una experiencia directa con una aplicación muy sofisticada de inteligencia artificial. Leer por primera vez los textos generados por esa herramienta nos dispara la creencia de que hay alguien detrás, una mente pensante, una inteligencia con una vasta cultura y un gran dominio de los lenguajes humanos, ya que responde en el idioma que se le pregunta. Cuando alguien conocedor insiste con machacona certeza de que la respuesta proviene de una máquina, por nuestra cabeza —aunque solo sea por una fracción de segundo— se suele deslizar un pensamiento del estilo: “¿seguro que no hay algo mágico detrás?”

La respuesta cabal a esta sospecha furtiva se ha dado en la escuela de verano de la conexión AIHUB del CSIC, organizada en colaboración con la Fundación “La Caixa”. Durante la primera semana de julio, en el CaixaForum de Valencia y en el Institut de Física Corpuscular (IFIC, Paterna) se reunieron investigadores en inteligencia artificial (IA), usuarios potenciales de IA y docentes, en torno a dos líneas básicas: educando en IA, y retos de la IA. La segunda temática agrupó a científicos y científicas de datos, de robótica, de IA, que han desvelado los secretos de estas novísimas tecnologías que mueven al asombro y, en muchas ocasiones, generan incredulidad. Como si fueran oficiantes de un rito pagano, han trufado sus charlas con palabras extranjeras, como tokens, embeddings, convolution, dropout o transformers, a las que han añadido acrónimos como NLP, GPU o GAN. En su prédica, incluso la palabra attention —que parece muy cercana a la castellana atención— adquiría un significado particular al establecerse entre los vocablos de una frase cualquiera (en el esquema de la arquitectura transformer), mientras que el título del artículo que la introdujo (Attention is all you need) recordaba una canción de The Beatles. Acompañados por esquemas enrevesados y fórmulas matemáticas, los sacerdotes de la tecnología extraían sin esfuerzo conclusiones de sus transparencias. También hubo lugar para conexiones con páginas web que ilustraban los conceptos presentados con ejemplos bien escogidos (en particular, recuerdo la red neuronal que reconocía dígitos manuscritos).

No voy a reproducir aquí todo sobre lo que nos instruimos aquella semana, en las charlas matutinas y en los talleres prácticos que se realizaban por la tarde, aunque puedo asegurar que fueron profundos, claros y muy útiles. Además de los conceptos técnicos, aprendimos que desarrollar una de esas aplicaciones mágicas requiere el uso de código realizado de forma colaborativa por miles de programadores en todo el mundo, mediante unos servidores de la empresa de letras de colores —que también ha recolectado los grandes volúmenes de datos necesarios para entrenar a las redes neuronales de aprendizaje profundo, que han de afinar millones de parámetros (la enorme red de ChatGPT tiene 175 x 109 pesos)—, de forma que logremos la funcionalidad esperada bajo la forma de un aparente y prodigioso encantamiento.

Conocer los interiores minuciosamente elaborados de esta tecnología tan sofisticada me induce sentimientos contradictorios. Por un lado, me mueve al asombro, siento una admiración genuina por lo que los humanos somos capaces de alcanzar. Las redes neuronales de aprendizaje profundo que sirven de base a la IA generativa, capaz de completar textos de forma inteligible, traducir relatos entre diferentes idiomas o producir imágenes a partir de una descripción escrita, constituyen —aunque tengan defectos— herramientas avanzadas que están a la altura de otros hitos tecnológicos. El esquema de acumulación de conocimiento a través de generaciones nos dota de una gran potencia como especie. Como decía Guillermo de Baskerville en El nombre de la rosa: «Somos enanos […] subidos sobre los hombros de aquellos gigantes, y, aunque pequeños, a veces logramos ver más allá de su horizonte». Por otro lado, esta capacidad humana a veces me conduce al decaimiento. No consigo compaginar la certeza de que nuestra especie esté dotada para adquirir conocimiento, con la existencia de sociedades que lo veten para partes sustanciales de su población (en el Afganistán talibán, la educación secundaria y universitaria está prohibida para chicas mayores de doce años). Observar el derroche de energía humana en conflictos y guerras, cuando ese talento se podría encaminar a profundizar en lo que se conoce, en ocasiones me produce melancolía. Y me vienen a la cabeza las palabras de Albert Einstein: «Hay dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana. Y no estoy seguro de lo primero».

Pedro Meseguer / IIIA-CSIC

Imagen por microscopia  de neuronas.

Sesión durante la Escuela de verano de la conexión AIHUB del CSIC, organizada en colaboración con la Fundación “La Caixa”.