Me asusta reconocer que un «nunca juzgues a un libro por su portada» a destiempo me hubiera arruinado la vida. O, como poco, me hubiera privado de eso que ahora hace que tenga sentido. Tapas blandas, duras, austeras, brillantes, realistas, clásicas, explícitas, infantiles… Sólo una frase, siquiera una palabra, para definir todo su contenido. Qué fácil hubiera sido equivocarme —qué cerca podría haber estado de perderme todo aquello que aún no sabía que me esperaba— y, sin embargo, qué sencillo me lo puso el guepardo que asomaba tímidamente la cabeza por el margen derecho de aquella portada mate.

Éste. Y no, no me hace falta bolsa, gracias.

Así es como descubrí La Invención de la Naturaleza, la biografía más extensa sobre uno de los naturalistas más importantes de la historia, en su versión Debolsillo: pequeña, flexible y tentadora; lista para recorrer el camino de mi casa a la facultad y de la facultad a mi casa en el lateral de mi mochila. No sé si fue audacia la de Andrea Wulf al elegir este formato para presentarle al mundo su nuevo ensayo. No sé si fue estrategia o, simplemente, se conformó con la idea que le sugirió el editor. Lo que tengo claro es que jamás hubiera conocido a Alexander von Humboldt de no haber sido por esa decisión. Gracias, Andrea, fuera tuya o no la iniciativa.

Era mi segundo año como estudiante de biología y el descubrimiento del «héroe perdido de la naturaleza» me inspiró lo suficiente como para empezar a plantearme mi trabajo de fin de grado. Humboldt no fue uno de esos científicos que formuló la teoría definitiva ni de los que inventó un artilugio transformador. Ni siquiera fue de esos que se antepuso a las circunstancias que le precedían. Humboldt nació y murió en la aristocracia alemana, se relacionó con las personas más influyentes de la sociedad Ilustrada, desde el famoso poeta romántico Goethe, hasta el presidente norteamericano Thomas Jefferson, y la sola mención de su apellido bastaba para conseguirle cualquier tipo de permiso. Sin embargo, la fascinación que yo empecé a sentir y que, en general, esta figura sigue causando incluso a día de hoy, más de 160 años después de su muerte, se debe sin duda a la idea de que todo en la naturaleza estaba conectado.

Humboldt, probablemente el «último científico universal», cambió la visión de cómo la gente entendía el mundo y aportó una nueva manera de abordar la ciencia con respecto a los naturalistas del siglo XVIII. De esta forma, nos enseñó lo importante de quedarnos con la imagen global; con los Cuadros de la Naturaleza (título de una de las obras más famosas del prusiano), donde además había de encontrar cabida la propia experiencia humana. Así, por ejemplo, entre las decenas de instrumentos científicos que le acompañaron en sus expediciones —barómetros, termómetros, telescopios, sextantes, brújulas, magnetómetros, hidrómetros, y todos ellos en plural porque llevaba consigo más de un ejemplar—, se incluía un cianómetro: un simplísimo artefacto que le permitía medir y comparar la intensidad del azul del cielo. ¿Puede haber una forma más poética de buscar la precisión?

Este nuevo paradigma le llevó a presentar sus estudios científicos de un modo totalmente revolucionario. Ya no solo incluía pasajes filosóficos y prosa lírica en sus escritos formales, si no que buscaba la representación del «todo» en una sola página siendo la belleza el hilo conductor de toda su obra. La máxima expresión de este hecho la encontramos en el volcán Chimborazo de Ecuador; o, mejor dicho, en su cuadro Naturgëmalde, la singular representación gráfica que hizo Humboldt de este volcán. En una imponente ilustración a todo color, el naturalista consiguió encajar los 6.263 metros del gigante andino además de cada uno de los datos científicos recopilados durante su ascenso a la cima en 1802 (y es que si a Humboldt se le conoce como uno de los mayores exploradores de todos los tiempos es porque no ahorró ni un solo paso en ninguno de sus viajes). No obstante, el Naturgëmalde fue el exitoso estreno de una obra ya ensayada puesto que existe una lámina anterior resultado de su ascenso al volcán Teide (Tenerife, Islas Canarias) en 1799. Esta lámina fue la que finalmente me puso en bandeja mi trabajo de fin de grado e investigaciones posteriores, y es que los datos históricos —tomados de manera precisa y rigurosa, como lo hizo Humboldt— pueden llegar a ser muy valiosos para estudiar, entre otras cosas, los efectos del cambio climático. Esta lámina fue la que finalmente me llevó a los pies del Teide y a su cima. Y a entender que ahí arriba hay algo «más trascendental que las propias exigencias físicas o la perspectiva de nuevos conocimientos. Ahí arriba se alivian las profundas heridas que a veces causa la pura razón»*. Y así fue cómo, finalmente, entendí que la naturaleza ha de ser experimentada a través de los sentimientos. Que «la poesía es necesaria para comprender los motivos del mundo que nos rodea»*. Que no hay ciencia sin arte porque, observándolo con perspectiva, son lo mismo.

*Wulf, A. (2015). La invención de la naturaleza: el nuevo mundo de Alexander von Humboldt. Taurus

 

Amara Santiesteban Serrano, Máster en Biodiversidad en Áreas Tropicales y su Conservación (UIMP-CSIC)

Instituto de Análisis Económico (IAE)

Retrato de Alexander von Humboldt, del pintor Friedrich Georg Weitsch (1758–1828) y portada del libro La invención de la naturaleza (2015) de Andrea Wulf.